En nuestras vidas siempre existe una primera vez, una experiencia desconocida que ataca nuestra mente con los fantasmas del miedo… Era mi primera cita, sentía temor y, sin embargo, yo la había organizado y no podía echarme atrás. No había ninguna razón para tener miedo: al fin y al cabo era yo misma quién había marcado la entrevista. Pero mi cabeza marchaba por un camino y el cuerpo por otro…
El cuerpo, siempre esclava del cuerpo… Cuando finalmente me acerqué a su casa, un escalofrío estremeció todo mi ser y, al momento de abrirse la puerta, tuve que hacer un esfuerzo por controlar el temblor de mis piernas. Entré. Él me estaba esperando.
Inmediatamente me tomó por el brazo y me llevó a una habitación. Con la mayor cortesía me invito a acostarme.
Aunque era la primera vez que hacía aquello, cuando le vi me inspiró confianza y comprendí que no podría encontrar una persona más adecuada para hacerme lo que él estaba a punto de hacer.
Poco a poco, se fue acercando. Creo que notó mi nerviosismo y trató de tranquilizarme diciéndome que sabía lo que había que hacer, cómo y dónde hacerlo. Lo había hecho cientos de veces y nunca había recibido ninguna queja.
Por fin, cuando mis músculos comenzaron a relajarse, me indicó cuál era la postura más adecuada y poniéndome la mano en el hombro continuó diciéndome cosas agradables para darme ánimos.
Pero yo seguía hecha un flan y la proximidad entre los dos se hizo casi dolorosa. Sentí la fuerte presión de sus manos en mi brazo y el cálido y agradable aliento de su boca acercarse a mi rostro. De repente, me entró algo duro. Cielo santo. El tipo me cogió por sorpresa, sin avisar, así, a pelo. Mi cuerpo no estaba acostumbrado a este tipo de experiencias y comencé a temblar de miedo y angustia.
Pasaron unos minutos que a mí me parecieron siglos; de pronto, comencé a sentir un dolor insoportable y grité a la vez que todo mi ser se estremecía. A medida que transcurrían los minutos, el dolor se iba haciendo más y más fuerte y no tardó en empezar a salirme sangre.
Le dije que lo sacara, que me estaba doliendo mucho, pero me dijo que ya casi estaba y que no podía dejarlo así. Grité angustiada y dolorida hasta que me saltaron las lágrimas. Pero el tipo seguía y seguía sin parar, sin importarle mis gritos, sujetándome con su fuerza de macho bruto. La cabeza me daba vueltas. Pensé que me iba a desmayar y casi llorando le pedí que parara, que ya no aguantaba más.
Inesperadamente, el dolor cesó y todo mi cuerpo fue recorrido por una indescriptible sensación de bienestar. Entonces me di cuenta de que todo había acabado.
Finalmente llegó la hora de marcharse y le agradecí al dentista que me hubiese sacado esa muela que tanto dolor me había causado y me despedí pidiéndole disculpas por mi exagerado comportamiento.